Respuesta a las alegaciones de la Consejería de Educación ante el Diputado del Común
Sr. Diputado del Común:
En relación al expediente de referencia EQ 970 / 06, procedemos a hacer observaciones –conforme anunciamos en una comunicación del pasado 2 de septiembre– al Informe de la Dirección General de Ordenación e Innovación Educativa (DGOIE) que, firmado por el Asesor Técnico Educativo, envió a esa institución la Secretaría General Técnica de la Consejería de Educación, Cultura y Deportes.
Dicho Informe parece tener como punto de partida, pues incluye una cita del mismo, el escrito que nosotros habíamos hecho llegar a los restantes Centros de Educación Secundaria de Canarias y que –suponemos ahora– pudo ser remitido a la institución del Diputado del Común por el Claustro y el Consejo Escolar del IES Antonio González González. Aunque se trata de un escrito diferente del que entregamos en la sede de Santa Cruz, con las firmas de unos cuarenta profesores y profesoras de nuestro instituto y fecha de 23 de junio de 2006, los hechos y consideraciones que ambos textos recogían son lo bastante coincidentes como para entender que la Administración habría dado la misma respuesta al uno y al otro: una respuesta que no guarda la menor correlación argumentativa con lo que en ellos exponíamos.
En efecto, y por centrarnos en el primero de los escritos mencionados, este dejaba claro que nos referíamos a “la necesidad de fórmulas de escolarización alternativas” exclusivamente “para alumnos que presentan, en una determinada etapa de su desarrollo personal, unas características incompatibles con su integración en el trabajo del aula –sea una de currículo normalizado o de atención a la diversidad– y aun en el marco de convivencia escolar de cualquier Centro ordinario”. Estábamos hablando, pues, de casos muy excepcionales, pero también muy graves, de aquellos en que las medidas de atención a la diversidad ya han fracasado, cosa que –añadíamos– “es normal que ocurra a veces, ya que la variedad de condiciones de los chicos y chicas admite todos los grados y las medidas aplicables en un Centro ordinario son en cambio limitadas”.
Por tanto, el proponer medidas del tipo de los Programas de Mejora de la Convivencia (Promeco), que es lo que hace el Informe de la DGOIE, solo habría sido coherente negando que existan alumnos cuyas condiciones personales sean, en un determinado periodo de tiempo, “incompatibles con su integración en el trabajo del aula”. Tal negación constituiría una absoluta falsedad, pero la respuesta habría tenido coherencia. Lo que no la tiene es recoger nuestra descripción de situaciones en que “un adolescente no atiende a indicaciones de nadie en su instituto (...), se empeña en marcharse del Centro cuando le apetezca, sin que se le pueda retener más que por la fuerza, y mientras tanto deambula por los pasillos amenazando o insultando a quien se cruce con él”, para, acto seguido, decir que “causa extrañeza, según esto, que no se haya solicitado por parte de ninguno de los dos centros educativos el ‘Programa para la Mejora de la Convivencia (PROMECO)’ que en su instrucción octava, punto 1 dice: ‘Los programas para la Mejora de la Convivencia irán dirigidos al alumnado de Educación Secundaria Obligatoria que cumpla catorce o quince años en el año natural, que presente dificultades de aprendizaje asociadas a desajustes de conducta (...)’”.
La respuesta ofrecida es incoherente porque los Promeco –dice el punto 6 de la medida sexta de la Resolución de 29 de marzo de 2006 de la DGOIE, BOC del 21 de abril– “deberán integrar los contenidos de las distintas áreas con la intervención en la mejora de la adaptación personal (autoconcepto, autoestima, autorregulación...), de la adaptación social (aceptación de normas, respeto personal...) y de la adaptación escolar (aceptación de tareas, valoración del proceso de enseñanza y aprendizaje...)”, y esos contenidos que deben integrarse con la mejora de todas las adaptaciones no son otros que los suministrados en cuatro horas de Matemáticas, tres de Ciencias de la Naturaleza, cuatro de Lengua castellana y literatura, cuatro de Lengua extranjera..., así hasta treinta horas a la semana, seis cada día (Anexo I f de la citada Resolución). Estamos seguros de que el autor del Informe no cree que se puedan impartir treinta horas de clase semanales a un chico que no acepte entrar en clase alguna, se empeñe en marcharse del instituto cuando quiere, no atienda a indicaciones de nadie y se enfrente con cualquiera que se las haga.
Por lo demás, la Administración educativa hace honor a su leyenda como interlocutor impasible, que responde con una cascada de generalidades en el limbo cuando se le plantean problemas concretos, urgentes y muy graves, al desgranar en su Informe el repertorio de medidas de atención a la diversidad, por más que ninguna de ellas parezca tener aplicación al caso que se está considerando. Así, tras repasar algunas claramente ajenas a la cuestión, como los Programas de Diversificación Curricular (PDC), alude, como “otra escolarización alternativa para el alumnado que se describe en la reclamación”, a los Programas de Garantía Social (PGS) “que ambos centros educativos tienen” –el nuestro tiene un solo PGS, que es para chicos y chicas con discapacidad mental– y las Tutorías de Jóvenes, y concluye que “son, pues, numerosas las posibilidades para atender a los alumnos y alumnas escolarizados en nuestros centros educativos, dependiendo de sus intereses o problemáticas particulares, y es responsabilidad de los equipos educativos, del servicio de orientación y del propio equipo directivo de cada Instituto la valoración y la propuesta de elección del itinerario escolar más apropiado para cada uno de sus estudiantes”.
En otras palabras, la oferta educativa de la Administración es de tal amplitud y versatilidad en itinerarios, que solo unos educadores incompetentes pueden no encontrar en ella el traje a la medida de un muchacho con problemas psiquiátricos o conductas disociales y violentas: si no hay un PGS que le guste, seguro que le interesará una Tutoría de Jóvenes, y puede elegir entre peluquería, tapicería, auxiliar de ayuda a domicilio... (otra cosa es que luego haya plazas disponibles en la que elige). Esta respuesta es comparable a la que podría dar el dueño de un establecimiento hostelero cuando los empleados le informan de que, en la terraza, un individuo muy agitado está tirando los platos al suelo y amenazándolos a ellos y a los demás clientes: con la esmerada carta de que dispone la casa, “aceitunas, ali oli, berenjenas, chipirones...”, tiene que haber algo que sea lo que al cliente le apetece, y si con una carta así no saben ustedes cómo complacerlo, es que no son verdaderos profesionales de la restauración.
En definitiva, si podía caber alguna duda de que la Administración educativa de Canarias no cuenta con ninguna fórmula de escolarización transitoria apropiada para los casos de adolescentes con alteraciones graves de conducta, el tenor del Informe de la DGOIE lo confirma cumplidamente, y lo que es peor, confirma también que no tiene la menor intención de contemplar en un futuro próximo nada que se le parezca. Y sin embargo, el problema es de la mayor trascendencia desde el punto de vista educativo, social y de protección de los derechos de los menores.
Una de las caras de ese problema es la extraordinaria perturbación de la convivencia escolar y de la práctica docente y de aprendizaje que acarrea la actuación descontrolada, en un Centro educativo, de un adolescente con un fuerte trastorno de personalidad o de comportamiento. Esto no es una mera cuestión de comodidad o tranquilidad del profesorado, como sin duda propagarán quienes no están dispuestos a hacer nada. Es obvio que las conductas agresivas afectan a la tranquilidad de los profesores, pero ninguna persona con un mínimo de sensatez y honestidad podrá decir que el problema se reduce a eso, que tales conductas no representan ningún perjuicio ni riesgo para nadie más. De hecho, otra de las caras del asunto es el enorme coste social de renunciar al proceso reeducador de un joven que añadirá a su inadaptación y sus carencias emocionales el efecto de una frustración creciente, a lo largo de varios años de escolaridad inútil. Y desde luego, está el daño que a él se le inflige, condenándolo desde el umbral de la adolescencia a una vida con las peores perspectivas.
Esos muchachos no son de ninguna manera casos perdidos, sino que, simplemente, necesitan un tratamiento psicológico y reeducador a cargo de especialistas y una preocupación de las instituciones que, hasta ahora, se les niega escandalosamente con el pretexto de que los profesores y el Equipo de Orientación de los Centros a los que son asignados disponen de medios y de capacitación profesional para atenderlos. Pero no hay que insistir más en que eso es una patraña, no hay que insistir en lo que nadie desconoce. En esta historia nuestro papel está siendo el de quien dice que el rey anda desnudo.
La Administración sabe que el destino de esos chicos, al negarles la atención –educativa y de salud– que necesitan, no suele ser su feliz integración en un Programa de Mejora de la Convivencia, ni siquiera en un Programa de Garantía Social o en una Tutoría de Jóvenes. Sabe que solo se está esperando a que cumplan la edad en que la ley permite desentenderse de ellos (y eso sí, tal circunstancia del calendario es más fácil que los sorprenda en una Tutoría de Jóvenes o en un PGS, porque estos son los últimos eslabones de su cadena de fracasos en la escuela, no porque en ellos hayan encontrado acomodo satisfactorio). Y que la política real frente a los casos de comportamiento profundamente anómico e inadaptado se reduce, por debajo de las fatuas declaraciones de que la ley contiene previsiones para todo problema imaginable, a dejar que quienes se comportan así falten a la escuela lo más posible, y los días en que no lo hacen, soportar sus estallidos mientras acumulan incidentes suficientes para su expulsión, o sea, su traslado de un instituto a otro, intercambiándoselos los Centros como pelotas de pimpón que se cruzan por el aire.
No nos corresponde a nosotros diseñar la alternativa educativa que estos casos requieren; los psicólogos y los educadores sociales podrán proponer y experimentar las fórmulas de tratamiento que juzguen más adecuadas. Pero la primera condición es que la ley permita esas variantes, cuya premisa más obvia es la de renunciar temporalmente –mientras se afianzan unas pautas de interacción personal básicas– a la impartición de contenidos académicos, sobre todo los de un currículo normal o equiparable al normal (con las famosas “adaptaciones curriculares poco significativas” de que habla el punto 6 del apartado relativo a los Promeco en la Resolución citada antes). Alguien que en serio quiera abordar un problema no se escuda en aspavientos beatos porque se vaya a privar de sus treinta horas semanales de clase a unos chicos a los que, en realidad, se les está privando de todo, se les está arruinando la vida, y esto no porque presenten una tipología de conducta a la que los especialistas no sepan cómo enfrentarse, sino, nada más, porque son muy pocos, y ni ellos ni sus familias tienen el menor peso en la sociedad. Son lo bastante pocos, y lo bastante marginales, para que su abandono pueda disimularse con el ínfimo gasto de decir que el problema no existe.
Cuando la Administración educativa no deja albergar la menor esperanza de que vaya a hacer algo, pues ni siquiera admite saber lo que sin duda sabe; cuando, en sus justificaciones, insinúa que el problema lo tendrán únicamente los Centros cuyos profesores y profesoras lo están denunciando, y será porque ellos no han hecho bien su trabajo, se alienta la tentación del cinismo, de hacerse cómplice de la farsa. Pero hay otra tentación opuesta. La de creer en el poder que, al amparo de instituciones democráticas y de sus mecanismos, alcanzan a veces unas pocas acciones conjugadas de personas que se resisten a la indiferencia, que hacen lo que está en su mano hacer. Sin ningún esfuerzo reseñable, por tanto sin otro mérito que el de la buena voluntad, decidimos unos meses atrás hacer lo que podíamos, poner el primer tramo de una cadena de actos que darían fruto si otros se sumaban a ella. Lo hicieron los profesores, profesoras y miembros del Consejo Escolar del instituto de Tejina. Y esperamos que el instrumento de acción cívica encomendado, por ellos y nosotros, a la institución que usted representa, continúe avanzando en ese camino.
La Laguna, 12 de septiembre de 2006
(siguen 37 firmas)
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